Me encerraron. Fue la cara de chango o las piernas de jirafa o los ojos de sapo. Acaso una princesa dará un beso para convertirme en esclavo. Me llevaron al zoológico.
Indicaron que sonriera, que diera marometas, que fornicara para el público. Me espulgaron, dieron una palmadita en la espalda y dijeron pasé usted. Abrieron la reja, bonita montaña de polvo. Dos semanas después era la estrella del show enjaulado.
Un día di tres maromas, escupí en el maní que dos señoras devoraban, comí cinco mangos, follé dos hembras y un macho. Esa noche dormí profundo. Sentía que la vida por fin tenía sentido. Dormí plácido. Uno de los mangos estaba muy verde.
Me despertó un dolor estomacal. Caí en cuenta que había luz y que, por la posición del calabozo, nunca vería el amanecer y sus nubes tornasol ni el ocaso remojado en cielos compota. Entristecí un poco.
A dar tiempo al tiempo. Me recosté. Esperar las caras gordas, las expresiones de admiración, las sonrisas burlonas, los gritos afónicos, los mangos verdes, la muerte azucarada.
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